La grave crisis social encontró respuesta a nivel doctrinal en ideologías alternativas al liberalismo.
Un grupo de estas respuestas fueron las identificables con el término anarquismo (del griego, "sin jefes"). Los anarquistas predicaron que las reglas coactivas en sí eran nefastas, y que debían ser abolidas por completo, en particular el Estado, que se sostendría por la coacción y así logra imponer una economía monopólica burguesa, para derivar a una sociedad en donde los seres humanos se regularan a sí mismos por la vía de contratos enteramente privados. Se dividió en varias vertientes, básicamente las "evolucionarias" y las "revolucionarias". Una de ellas, de índole pacifista, encarnada entre otros por León Tolstoi, sostenía que debía llegarse a esa sociedad anarquista por medios no violentos, e intentaba crear comunidades ejemplares de este modelo de sociedad. Otra vertiente, preconizada por Mikhail Bakunin o Piotr Kropotkin, sostuvo que los gobiernos debían ser derribados por la fuerza, haciendo de los métodos insurreccionales un método de lucha contra la opresión de los gobiernos, teniendo mayor implantación en la Europa meridional y oriental (destacadamente en España y en Rusia) en la segunda mitad del siglo XIX y primera mitad del XX. La utilización de la violencia por individuos o pequeños grupos terroristas que se justificaban en la retórica de la acción directa y la propaganda por el hecho dio lugar a numerosos magnicidios y atentados contra patronos, y sirvió a su vez para justificar la durísima respuesta represiva contra todo tipo de organizaciones obreras (violentas o no) por parte de los estados. La corriente mayoritaria del movimiento anarquista se centró en la estrategia sindical (anarcosindicalismo).
Otras fueron las distintas modalidades del socialismo. A comienzos del siglo XIX, una serie de pensadores o activistas políticos imaginaron utopías sociales para la redistribución de los bienes o diferentes prácticas de producción comunitaria para evitar la diferenciación social (Robert Owen, Fourier, Louis Blanc, Blanqui, Proudhon, etc.). Karl Marx los calificó despectivamente de socialistas utópicos, por sostener que sus modelos no eran sostenibles en la realidad, en contraposición a sus propias ideas, a las que calificó de socialismo científico. Marx también despreciaba la función intelectual del filósofo (los filósofos han interpretado el mundo de diferentes maneras, pero de lo que se trata es de transformarlo),[51] y buscó el compromiso social con las organizaciones del movimiento obrero, con el que se identificó. Su famoso lema ¡Trabajadores del mundo, uníos!, dentro del Manifiesto comunista que redactó junto a Engels, se publicó en Londres el mismo día que estallaba la Revolución de 1848 en París.
A pesar del fracaso inicial del movimiento, continuó con las actividades de formación de la Primera Internacional (1864) en colaboración con Bakunin, del cual finalmente terminaría por separarse por sus profundas discrepancias ideológicas y políticas. Intelectualmente trabajó de forma continuada en su obra clave, El capital, de la que publicó una primera parte y dejó la segunda inacabada. El marxismo, desde un análisis intelectual crítico de la economía política del liberalismo clásico e inspirado filosóficamente en el idealismo alemán (dialéctica de Friedrich Hegel), y socialmente en la crítica social de los utópicos y en la práctica de lucha del movimiento obrero; llegaba a una concepción de la historia (materialismo histórico) que incluía un diseño estratégico de acción y un ambicioso plan de futuro (simplificado en las vulgarizaciones difundidas por propagandistas como Paul Lafargue y sistematizado posteriormente en el materialismo dialéctico soviético): Comenzaría con la toma de conciencia por parte del proletariado (conciencia de clase) de que únicamente él mismo podía ser el protagonista de su propia emancipación, y que ésta sólo podía provenir de la lucha de clases contra los propietarios de los medios de producción (los dueños del capital o capitalistas: la burguesía). Un determinismo histórico conduciría inevitablemente a la intensificación de las contradicciones inherentes al capitalismo, de modo que los trabajadores se impondrían mediante una revolución proletaria que les daría el poder. Ese poder político, junto con el poder económico que les daría la expropiación de los medios de producción, serían usados para transformar la sociedad mediante la dictadura del proletariado, fase previa a la abolición completa del Estado y la construcción de una sociedad comunista, sin clases sociales, en la que surgiría un hombre nuevo.
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